Rosseta cuchillo en mano, se dejó guiar por el inconfundible aroma a café recién hecho. Al llegar a la cocina pudo distinguir como una negra figura se recortaba en la penumbra —con más curiosidad que cordura— corrió hasta el interruptor y lo prendió. El contraluz de la persiana le impidíó apreciar claramente su rostro y el brillante sol de mediodía dejaba en tinieblas el perfil de su inesperado visitante. Al iluminarse la estancia todo el escenario cambió de repente dejando a un lado esa imagen lúgubre y siniestra del principio.
Los ojos del desconocido dejaron de ser negros y sus facciones se tornaron más suaves, hasta amigables, lo que le permitió relajarse un poco —solo un poco— porque seguía sin inspirarle ni una pizca de confianza.
—¡Usted¡ ¿Qué hace aquí y cómo ha entrado? —Le increpó la muchacha intentando infundirse valor.
—La puerta estaba abierta —añadió el hombre con una sonrisa insolente.
—¡Está mintiendo! —Yo misma la cerré.
—¡Así que Rosetta! —siguió hablando el recién llegado.
—¿Cómo es qué sabe mi nombre?
El tipo mantuvo la misma sonrisa ante la extraña cara de su interlocutor, a medio camino entre la sorpresa y el terror.
—Mira, puedo decirte incluso porque te llamas Rosetta. Ese nombre —añadió— te lo puso la abuela Rita en recuerdo a la piedra del mismo nombre, una historia milenaria que te solía contar de pequeña. A mí también me la contaba, por cierto.
Esta vez, la joven intentó indagar entre sus recuerdos pasados, por si aquel caballero salido de la nada, podía ser parte de ellos, pero no consiguió ubicarlo en ningún lugar. Sus rasgos, sin embargo, no le eran del todo desconocidos. Le resultaba igualmente inquietante como había llegado a manos de un extraño la maravillosa receta del café con especias de la abuela, herencia familiar que solo atesoraban su madre y ella misma. El olor afrutado y delicado no le dejó lugar a dudas, tanto como para hacerla despertar de su apacible siesta y traerla hasta la cocina siguiendo tan amado aroma. El intruso por su parte se había acomodado en el único silloncito de la cocina y se deleitaba ahora con un largo sorbo de café. Su insolencia rayaba ya la desfachatez.
—Sírvete tu misma, querida –dijo indicándole la cafetera.
Inmersa en sus cavilaciones no advirtió que su afilada arma había dejado de apuntar al furtivo y a pesar de estar confundida, no sentía temor alguno, solo un extraño sopor la iba dominando por momentos.
Un ruido a su espalda la obligó a volverse, sacándola definitivamente de sus díscolos pensamientos.
Sus ojos —como hipnotizados— se habían quedado ahora enganchados en un marco antiguo que acababa de caer de lo alto de la alacena, del cual pendía una orla negra.
Rosseta y su madre seguían viviendo en casa de su abuela —fallecida hacía ya años— y esa fotografía siempre había estado allí arriba, sin embargo a golpe de costumbre, no recordaba en ese momento a quién pertenecía aquel rostro. Un sudor helado empezó a correr traidor por sus sienes; con lentitud se volvió hacia el silloncito y —tal como esperaba— la única compañía eran los rayos de sol que entraban por la ventana y su viejo gato Nelo que dormitaba en el alfeizar —el cuchillo también había desaparecido de su mano—. Dudo un momento...
No, no lo había soñado. La imagen del retrato parecía sonreírle burlona, mientras el aroma a especias aún seguía en el aire.