Samarcanda
Ni el intenso tono que
inundaba el cielo con matices lapislázuli, consiguió alejar a Laura de sus
turbios pensamientos. Todo era noche en su vida.
–Y es que
cuando no te queda, nada… cuando nada puedes esperar –concluyó.
Los días de ilusión
quedaron atrás y estaba resuelta a detener su camino. Varios años ya desde
que Pepe la abandonara, y mucho tiempo también, desde que a sus hijos dejo de
interesarles dónde estaría su infeliz madre. No le quedaba más fuelle para
seguir buscando excusas, para seguir mintiéndose. Se preguntaba cómo había
llegado hasta allí y que absurdos pasos le habrían encaramado hasta
aquella escuálida barandilla, una pequeña plataforma que apenas acogía sus
pies.
–¡Una mujer
con suerte! –repitió– Me lo
habían dicho tantas veces… que tonta de mí, me lo acabé creyendo.
Después llegaría la
distancia y el olvido. Tras meses de vagar ausente sin trabajo y sin futuro,
ahora le espantaba este vuelco en su destino. Se sentía abandonada, desahuciada
de sí misma y con escasos visos de aferrarse a la vida. Ese era su actual
testamento y su sino. La noche era muy fría, y ella, solo consciente de su
propia soledad, de ese frío traidor que empezaba a colarse entre pliegue y
pliegue de su pellejo y aquel agujereado jersey.
Fue entonces cuando la vio,
iba tambaleándose de un lado a otro, a punto de dar también el salto al otro
lado de la nada.
–¡Qué
pena! –pensó, intuyendo una calamidad parecida a la suya.
Cuando la
muchacha se volvió pudo verla mejor y un estremecimiento le recorrió las
entrañas. Apenas debía tener dieciséis o diecisiete años y portaba una tripa abultaba
en exceso. Incapaz de consentir ese final para la adolescente saltó de su atalaya, la misma que minutos
antes debía servirle de trampolín a la muerte y corrió a atenderla cuando
estaba a punto de caer al vacío.
–¿Qué
intentas hacer, criatura? –le susurró al alcanzar su mano.
La joven
sonrió con tristeza y aferrándose con fuerza a su vientre, se mantuvo encogida.
La bajó con decisión, no quedaba mucho tiempo, Laura impuso la mejor voluntad
al más grande de sus desafíos, en pocos minutos un nuevo ser les inundó a ambas
con su calor, y fue entonces, cuando su propia sonrisa iluminó la noche.
Con lágrimas en los ojos logró aferrarse a aquel pequeño, recordando el nacimiento de sus propios hijos. Aspiró el olor a ternura, a vida… y de repente supo porque siempre merecería la pena seguir viviendo.
©Samarcanda Cuentos-Ángeles
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