Empecé a caminar deprisa, la debilidad se había apoderado de mí, no era algo inusual, desde hacía tiempo la desconfianza y la incertidumbre se convirtieron en amigas inseparables, por mucho que su compañía fuera siempre ingrata… casi cruel. Apresuré de nuevo el paso, las piernas flaquearon, mientras que el corazón se aceleraba más aún. De nuevo todo se repetía, terco y acechante. Estaba ahí mismo, a mi espalda y no podía hacer nada por evitarlo. Sentí nítido su aliento en mi cuello, su voz profunda. Su presencia clara y contundente, como tantas otras veces…
Me di la vuelta. No había nadie y, sin embargo, era cierto que estaba junto a mí, su presencia era tan enorme, que no me quedaba ninguna duda. Miedo, me dijeron que se llamaba aquel animal que obstinadamente me perseguía. Lo peor es que quizá nunca se vaya –también me explicaron.
Cerré los
ojos y allí estaba otra vez… Un joven siniestro, su cara desencajada a ras de
la mía –como aquel día– el imborrable instante sigue indeleble en mi retina y
ha seguido persiguiéndome durante muchos años. Un chico joven, con cara de trastornado
por las drogas, cuchillo en mano me amenazaba, había estado en nuestra tienda
el día anterior. Nos extrañó al principio que trajera una bolsa repleta de
monedas, nos pidió a mi hermana y a mí, si podíamos cambiárselas en billetes.
Sonriente nos comentó que eran el resultado de una máquina tragaperras, que lo
acababa de ganar –es para aligerar peso, añadió– nosotras, ¿porque no?
accedimos, sin darle demasiada importancia, incluso intercambiamos algunas
palabras con él, parecía indefenso –la verdad– incluso simpático. Sin embargo,
en este momento que lo tenía frente a mí, no lo era en absoluto, el cambio era
brutal…
Llegué sola
aquella mañana a nuestra tienda de ropa infantil, Pierrot, se llamaba. Minutos
antes había visto cruzar a alguien con un pasamontaña, lo vi justo cuando me
estaba quitando el abrigo, había cerrado la puerta con llave, siempre lo hacía
cuando entraba al almacén, por si se colaba alguien sin que me diera cuenta. Un
par de minutos después aparecía el chico del día anterior. Fui a abrirle la
puerta y un pálpito, junto a una ráfaga con la imagen del pasamontaña, me
indicó que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Pero era tarde. No me dio
tiempo a reaccionar, él ya estaba dentro. Me temblaron las piernas por el miedo
y caí al suelo, él aprovechó para ir al cajón y arramplar con lo que pudo. No
era mucho, apenas las monedas que dejó el día antes y poco más. Yo acababa de
llegar a la tienda y ni siquiera había sacado el cambio para las ventas, se fue
sin hacerme nada –menos mal– mientras yo quedaba allí tirada en el suelo, hasta
que, como pude, me levanté y pedí ayuda.
Al chico lo pillaron
y aunque tuve que pasar una rueda de reconocimiento y me presenté al juicio, no
tuve fuerzas para entrar. Tras un ataque de ansiedad, el fiscal me permitió
marcharme sin testificar. Había más testigos implicados de otros robos, por lo
que finalmente no fue necesaria mi presencia. Un mal momento… y peor recuerdo.
Los mejores momentos son aquellos que pasan rápido: significa que no han dolido nunca.
ResponderEliminarBueno Alex, creo que no tenemos la misma percepción de los mejores momentos o yo no he entendido bien tu comentario. Este micro es la historia de un atraco, una historia real que me sucedió hace ya muchos años. Por supuesto fue un mal momento, donde las sensaciones de entonces cuando el recuerdo vuelve, siguen ahí, enfrentándome a un temor que tardó muchísimo en desaparecer. Un saludo.
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