Cuando mi hija Patricia cumplió su primer año de vida me hizo ilusión expresar con palabras todo lo que ella me aportaba, lo que representaba su presencia dentro de mi esquema de vida. No sé, quizá cuantificar de alguna manera lo que me hacía sentir como madre.
Aquellos pensamientos quedaron guardados de un modo desordenado y muchos años después –en su dieciséis cumpleaños- quise reunirlos más armónicamente y ofrecerle esta pequeña carta a modo de regalo para ese día tan especial.
MI NIÑA BONITA
Un añito ha transcurrido desde que te tengo a mi lado, es tu presencia cielo
abierto donde respirar tu inocencia, aroma a jazmín y violetas en
flor. Quiero verte crecer con la
nostalgia de mi
propia infancia,
esperar que un
día llegue tras otro y
tú sigas ahí, regalándome toda esa fragilidad que adoro,
que protejo con ternura de madre.
Contemplarte sin prisa cuando navegas entre nubes de algodón suaves y delicadas. Eres mi rubita graciosa de
cabellos ensortijados. Un
angelito que me fascina con esa carita de dulce y perenne sonrisa. ¡Dios, nunca te imaginé tan
linda! -Te digo
entre guiño y sonrisa- y tú me miras con tus enormes ojazos verdes, que se abren con la misma
atención de aquel
día en que naciste. Te colocaron en mi regazo y me dedicaste una mirada tranquila y confiada, tan tuya, como si en realidad no fuera esa
la primera vez.
Y fue entonces cuando supe
que ya nada, sería igual,
que por siempre mis días se
verían engalanados de caricias nuevas, de tu tibieza especial. En ese instante,
tuve la certeza que el tintineo de tu risa me asistiría aun cuando no
estuvieras conmigo, recordándome que sólo por eso, ya merecía la pena dar
gracias a la vida.
Hoy, alegres mariposas parecen acompañarte en tus primeros pasos inseguros y torpes, unos pocos días hace que andas
solita y no te quiebra el desanimo a pesar de las caídas. Tu curiosidad es demasiado atrevida para dejarse someter. Vas mirando y tocando todo a tu
paso, ávida de
descubrir tesoros nuevos. Mama, te toca despacio en tus manitas para enseñarte lo que está bien o mal -y tu mi pequeña ranita- aprietas los puños contrariada,
sin decir palabra, por
mucho
que ya hace tiempo que cotorreas
con ese vocabulario tuyo
en lengua de trapo.
Cada día me maravilla comprobar
como nadie te es extraño,
que tu afecto lo entregas
sin condiciones. Ante
unos brazos abiertos, te lanzas en ellos sin pensarlo – y a quien quiera que sea- le aprietas contra tu pecho
chiquitín y blandito, para
después respirar agradecida. Eres toda dulzura; te miro, me miras
…y de repente sé que te disculparé
cualquier cosa.
Ya se acerca el final de la tarde
y te vence el trasiego del
día
aspirado hasta la última gota.
Es en ese momento cuando
buscas consuelo
en tu trocito de sabana vieja a la que has
tomado especial apego, ella te custodia eternamente. Así, con tu compañera
inseparable, colocas los deditos índice y corazón a modo de chupete, para acto
seguido, buscar las
piernas de mami
que te hacen sentir aun más segura,
mientras yo, todavía
ajetreada en la cocina,
acabo de hacer tu cena.
-Cariñito… ¿Ya tienes sueño? – te digo.
Y tu; mi niña bonita, asientes despacio mientras tus ojos tiernitos, a esas horas de color miel, casi se van
dando por vencidos.
Mi amor ¡Bébete la vida a sorbos, empápate de su esencia, hazlo
ahora que todavía nada te vence, ni te para! Nunca
permites que cosa alguna escape a ese par de ojazos con sus pestañas largas,
larguísimas, que no puedo dejar de mirar.
Desearía que este mundo,
maravilloso e inesperado
que se abre camino ante
ti,
jamás te rozara con sus malos momentos, pues mi mayor ambición sería poder
aliviar tus penas a cada paso,
regalarte una luna de
plata cuajada de estrellas.
Y si un día el sol deja de brillar allá en lo alto, sepas que con sólo extender tu mano, encontraras el cariño sin condiciones de esta
madre, que por ti
vive, que siempre estará dispuesta a aliviar tus heridas porque son las mías también.